Por Juan Calvino

Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que de veras se deba tener por verdadera y sólida, consiste en dos puntos: a saber, en el conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y en el conocimiento que debe tener de sí mismo. Mas como estos dos conocimientos están muy unidos y enlazados entre sí, no es cosa fácil distinguir cuál procede y origina al otro, pues, en primer lugar, nadie se puede contemplar a sí mismo sin que al momento se sienta impulsado a la consideración de Dios, en el cual vive y se mueve; porque no hay quien dude de que los dones, en los que toda nuestra dignidad consiste, no sean en manera alguna nuestros. Y aún más; el mismo ser que tenemos y lo que somos no consiste en otra cosa sino en subsistir y estar apoyados en Dios.

Por otra parte, es cosa evidente que el hombre nunca jamás llega al conocimiento de sí mismo, si primero no contempla el rostro de Dios y, después de haberlo contemplado, desciende a considerarse a sí mismo… porque mientras no miramos más que las cosas terrenales, satisfechos con nuestra propia justicia, sabiduría y potencia, nos sentimos muy arrogantes y hacemos tanto caso de nosotros que pensamos que ya somos medio dioses. Pero al comenzar a poner nuestro pensamiento en Dios y considerar cuán exquisita es la perfección de Su justicia, sabiduría y potencia a la cual nosotros debemos conformar y regular, lo que antes con un falso pretexto de justicia nos contentaba en gran manera, luego lo abominaremos como una gran maldad; lo que, en gran manera, por su aparente sabiduría, nos ilusionaba, nos apestará como una extrema locura; y lo que nos parecía potencia se descubrirá que es una miserable debilidad. Veis, pues, cómo lo que parece perfectísimo en nosotros mismos, en manera alguna tiene que ver con la perfección divina”.

Juan Calvino
Institución de la Religión Cristiana, 1.1.1/1.1.2.